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miércoles, 2 de abril de 2014

El relato en primera persona: "Ese 2 de abril, llegar a mi casa me hubiera costado horas o hasta la vida"

Andrés Montenegro es un vecino de Ringuelet y nos relata en primera persona lo que vivió y lo que sintió aferrado a un poste mientras el agua corría como un río que arrastraba personas, muebles, recuerdos y dejaba el frío en el cuerpo, la desolación, el miedo, la soledad y la huella imborrable en la retina de lo que vio Andrés hasta que el agua y la oscuridad se lo devoraban.

Los gritos de auxilio todavía resuenan en mi cabeza. Veo agua por todos lados. No sé para qué lado disparar, en todos lados hay gente que necesita ayuda. El agua está helada, no sé si volver o seguir. Siento las piernas entumecidas. Me cuesta moverlas, aunque creo que es más por el miedo.

Tengo miedo de irme como ellos. Lo vi pasar, vi cómo se iba con el agua de la calle, una calle que se había convertido en un río, y él, quieto, sin resistencia. Él, que ya no era él, mientras yo, agarrado del poste de luz, lo sigo con la mirada hasta que se pierde entre el agua y la oscuridad.

Ayer, desde donde estoy, llegar a mi casa me hubiera tomado cinco minutos. Hoy me costaría horas, o hasta la vida. Y ni siquiera sé si esa es mi casa. Ni siquiera sé si todavía está mi casa. Veo hasta donde la luna me deja ver, y no logro ver más que agua. Agua, y mis vecinos, cuyos nombres no sé, en los balcones de sus casas. Creo ver también mis muebles, a dos cuadras, flotando en el agua. Yo cerré bien la puerta, cerré con llave, pero quizás se haya roto, y mis cosas floten por ahí. Como flotaba el hombre que ya no era hombre.

No sé qué fue de mi casa; no sé cómo ayudar a mis vecinos cuyos nombres no sé. No sé cómo soltarme de este poste y no sé a dónde ir a pasar la noche. No sé si quiero pasar la noche o si quiero ayudar. Tengo frío y ya es medianoche. A lo lejos, o a lo cerca, no sé, escucho un grito más fuerte que otros. Por la voz trémula, parece una anciana. Grita el nombre de un hombre. Alberto, o Roberto, ya lo olvidé.

Desde atrás de donde estoy vienen dos personas. Una trae el extremo de una soga. El otro extremo está atado en el poste de luz anterior. Dale, vamos, me dice. Te dijimos que no vinieras, me reprocha el otro. Ahora los recuerdo, me lo habían advertido, es verdad. Hace una cuadra. En la esquina donde estoy, el agua me llega casi al pecho. En la esquina de la que vienen ellos, el agua no llegó.

Otro río, quizás el más vivo de todos, crece. Lo siento en mi pecho. Tengo ganas de llorar, aunque no sé cuál es el motivo. Si mi casa, si la gente, los gritos en mis oídos, mis piernas entumecidas, el miedo.

Alguien me prestó su casa, una cama. A ellos estaré eternamente agradecidos. En mi bolso, que siempre tuve en alto, por alguna razón tenía una muda de ropa. Esa noche estuve calentito unas horas. Alberto. O Roberto. La fonética de ese nombre en ese grito de voz trémula me impidió dormir. Cerré los ojos, y el hombre que ya no era hombre pasaba por delante de mí, dejándose llevar por el río en que se había transformado la calle.

Abrí los ojos y recordé algo. Dos de abril. A 32 años del comienzo de una guerra nefasta, absurda por un pedazo de tierra que no vale las vidas de quienes allí quedaron. Esos héroes anónimos, otros con nombre y apellido, que dieron sus vidas por una orden de personas inescrupulosas, hoy son más héroes que nunca. Sus vidas impidieron que viera más de una persona ser llevada por el río que era la calle. Sus vidas impidieron que escuchara más de un nombre. Sus vidas impidieron que la gente que me ayudó hubiese quedado atrapada en sus lugares de trabajo o estudio. Sus vidas impidieron que yo mismo hubiera sido arrastrado. Y hoy me encuentro escribiendo esto.

No me voy a olvidar jamás de todas esas cosas. Todo eso que viví todavía lo siento como si hubiese sido ayer. Camino las mismas calles y sigo sintiendo el frío en las piernas, sigo viendo todo. Y todo lo que vino después, los que quedamos, la desolación de los que perdieron todo. El ser voluntario me mostró que las miserias las padecemos todos, pobres, ricos, chicos, grandes. Sin distinción, nadie deja de ser humano, más allá de las posesiones o el aspecto físico.

Nos une el mismo día. Nos une el agua. Nos unen gobiernos ineptos, ávidos de poder. Nos unen las muertes evitables. Nos quieren separar, pero la memoria no nos falla.

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