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sábado, 19 de octubre de 2013

El fantástico mundo de un treintañero platense que colecciona muñequitos de comics





La región de La Plata se distingue por muchas cosas, entre ellas, por sus diagonales, por los muñecos que se queman a fin de año, por la historicidad de sus instituciones, por un grandioso bosque, por el perfume a tilo de sus calles y, ¿por qué no?, por la gran cantidad de coleccionistas que esconden en sus hogares los más fantásticos mundos de los objetos

Federico Merli nació en 1983, está en pareja, tiene dos hijas, trabaja en el Registro Provincial de las Personas, se maneja en un Fiat Duna que hace muy poco logró comprar, y perece ser un tipo jodón, pero de esos que saben regularse.

 Merli ya pisó los treinta años, cree tener en claro sus proyectos y dice que la está luchando, como todo hombre que busca cuidar y asegurar el bienestar de su familia.

Federico  llegó a su casa, luego de un día laboral complicado, con la camisa algo desprolija, con la corbata en la mano y con un saco azul envuelto como una pelota de rugby. Preparó el mate y empezó a hablar de otras cosas, como queriendo dejar el motivo principal de la conversación para el final.

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 Merli tiene pinta de ser un buen enganche, de los que la pisan en la puerta del área, de los que tiran caños y rabonas, de los que hablan inteligentemente con el árbitro y, de esos que, cuando termina el partido, lo saludan apretándole la mano.

Federico  tiene, en la pared frontal de su cabeza, la marca taciturna de los 30 años: el inminente avance, centímetro a centímetro, de lo liso. La barba, siempre funcional para equilibrar esa cuestión, la utiliza como un recurso armonioso de su figura: se la deja al mismo largo que su pelo, como quien busca generar parches “para copiar y pegar” en los lugares donde ya no quiere crecer el pasto.

El habla de tres cosas: de sus hijas, de Estudiantes y de sus muñecos. “A mí no me da ninguna vergüenza coleccionar muñecos, así que, de todo lo que ves, escribí lo que quieras”, dice, como quien se anticipa a una posible pregunta que pareciera recibir en la cotidianeidad de su vida.

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Las colecciones nunca pueden generar vergüenza, porque una colección, generalmente, implica una muestra, y uno suele mostrar lo que hace a su orgullo, a la construcción más profunda del “yo”, del “yo tengo”, del “yo logré”, del “yo pertenezco”, del “yo vengo de”, del “yo soy”. Y eso es fácil de identificar en este asunto, porque la colección que muestra Federico Merli es propia de una época. Es una colección generacional, es una agrupación y una organización de objetos históricos que, sin duda, alcanzan un grado de melancolía en personas que hoy están por pisar, pisando, o van a pisar, los treinta años.

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Federico Merli define, a lo que tiene, como una colección de muñecos de personajes de los comics MARVEL y DC, pero también destaca que tiene de Las Tortugas Ninja, de los Thundercats, de los Micro Machines, de Rambo, de los Playmobil, y de tantos otros éxitos televisivos de fines de los años ´80 y principio de los ´90.

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 Merli estima haber invertido más de 40 mil pesos en su colección. “Estoy comprando unos muñecos de plomo que vienen con una revista y que cuestan, aproximadamente, 90 pesos cada uno. Salen todas las semanas y ya tengo más de 60”, responde, y luego empieza a señalar diferentes repisas. A la colección de aquella esquina la estima en tanto, a la de allá en otro tanto, y a la de más allá, en otro tanto también. Sin embargo, la cuenta la sacó en voz alta sólo para responder a lo que se le preguntó, porque luego no tardó en remarcar que su colección “no tiene valor monetario”.

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Federico  tiene pensado exponer su colección, no sabe cómo, ni dónde, ni cuándo, pero sabe que le gustaría hacerlo, porque es la manera de mostrar no sólo un conjunto de muñecos de diferentes colores, formados en fila, lustrados y presentados como objetos de museo, sino que es la representación carnal de que la infancia y de que los recuerdos más lindos de su vida, no han muerto.

Con esta colección, Merli pareciera defender la idea de que todo esto no se trata de recordar, sino
de conservar, de mantener, de querer preservar la magia que, el mundo adulto, muchas veces se encarga de enterrar.
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Fuente:  Juan Chiramberro Infobae Blogs